02 Oct RELATOS – MARTON 8: MI NUEVO HOGAR
Marton 1.// Marton 2.// Marton 3.// Marton 4. // Marton 5. // Marton 6. // Marton 7.
A los pocos días comprendí que debía construirme un techo en la isla. Hasta entonces había dormido en la barcaza, en el pequeño camarote que ésta tenía a popa, pero con la pleamar, el palmo de agua que se filtraba por el casco, allí donde el naufragio había abierto un hueco, me obligó a considerar la posibilidad de dormir en otro lugar: un lugar en el que no hubiera ni humedad ni sonidos que presagiaran un desenlace en el fondo del océano. Un lugar en el que descansar.
Mirón dormía conmigo; desde que lo encontré –o él a mí– nos hicimos inseparables, y allá donde iba yo, iba él. Con su ayuda descubrí algunos de los muchos frutos que ofrecía la isla, aunque decidí que mi dieta no se basaría estrictamente en la suya, pues pese al hambre que hubiera podido sentir, jamás me hubiera nutrido de los insectos que ingería mi nuevo y peludo amigo; ni de las flores; ni de los huevos de ave que, con astucia, robaba de los nidos. Pero sí de las frutas y semillas que recolectábamos de los bosques y prados que había repartidos por la isla, ya que eran una delicia.
Para mi tarea elegí un pequeño claro no muy lejos de la playa, lo suficientemente cerca del mar como para que su sonido siguiera amenizando mis sueños, pero lo suficientemente apartado como para no permanecer a la vista de posibles barcos. Desde allí no divisaba las montañas, puesto que éstas se ocultaban tras las tupidas ramas de los altos árboles; así que tampoco podían verme a mí desde las cimas. Cualquier precaución era poca en un lugar que podía pasar de apacible a hostil con la llegada de una embarcación. Seguía aterrándome la idea de volver a encontrarme cara a cara con la serpiente, así que resolví levantar un muro de piedras alrededor del refugio, convencido de que aquello detendría a la asesina.
Pasé los siguientes días erigiendo el muro. Iba y venía por la playa y por el bosque cargado con piedras de diferentes tamaños, lastrando el mayor peso que mi enjuto cuerpo era capaz de transportar, habiendo de parar a descansar en numerosas ocasiones bajo el sol abrasador. Pronto comprendí que durante las horas más calurosas del día no debía acarrear peso, ya que me deshidrataba y agotaba con celeridad; así que dejé esa tarea para las horas previas al crepúsculo y a las que acompañaban al amanecer. Durante el día levantaba la valla que había de salvarme la vida, y cuando fue tan alta como yo, construí la que sería mi morada.
Y semanas después me mudé a mi nuevo hogar.
Había dedicado un gran empeño en la construcción de aquel refugio; me había supuesto un gran esfuerzo físico y había invertido muchos días en su alzamiento, y, cuando por fin lo finalicé, contemplé con orgullo la obra que se erguía, imponente, frente a mí. Un centenar de piedras rodeaba la edificación, formando el muro que se elevaba a más de cuatro pies del suelo; y en el centro: mi guarida. Había tapado con barro las grietas que se formaron entre las piedras, consiguiendo de ese modo sellar el paso de aire frío.
Con maderas que saqué de la barcaza, pequeñas ramas secas y cabo de faenar, construí dos puertas: una para el muro y otra para la casa. También con ramas–sobre todo de palmera– cubrí la estancia, atándolas entre sí para que el viento no se las pudiera llevar, pese a que el emplazamiento parecía estar bien resguardado de él. Con la misma intención coloqué grandes piedras encima, que descansaban sobre las paredes de la pequeña casa y aseguraban el techo. Su aspecto era firme, capaz de protegerme de las precipitaciones y el frío; o eso quise creer…
Semanas después llegaron las lluvias y me calé. Había cubierto el suelo con las secas y cómodas hierbas que suponían mi jergón y que dejaron de estar secas y de ser cómodas en cuanto se abrieron las primeras vías de agua sobre mi cabeza, entre la madera. Asimismo comprobé con desazón que el barro con el que había sellado los boquetes de las paredes se había reblandecido con el paso del agua, descubriendo nuevamente sus agujeros. Tenía que hacer algo. Recordé que en una de mis expediciones con Mirón había encontrado una zona de tierra blanquecina distinta a la que había estado utilizando en la construcción del refugio, y decidí probar suerte con ella.
Cogí un cubo de la barcaza y me dirigí hasta el lugar, en la falda de la montaña. Sospeché que debía hacer varias pruebas, para ver cuál de ellas resistiría mejor al embate del agua, así que tapé algunos huecos sólo con la masa blanca; en otros la mezclé con arena de la playa; también probé mezclándole hierba y pequeñas piedras; y por último hice una mezcla con arena y algas, que resultó ser la más consistente. La masa se solidificó y resistió a unas lluvias que se habían vuelto constantes, así que repetí la mezcla y la utilicé en cada orificio de la pequeña casa y del muro que la sitiaba. También había resuelto el problema del techo, pues con un trozo de vela de la barcaza, lo impermeabilicé, aislando mi jergón de la breves pero intensas tormentas que azotaban la isla diariamente.
Seguía haciendo calor, pero en aquella época rara era la tarde en que no cayeran enormes aguaceros que me confinaban en mi escondrijo secreto; y de noche siempre refrescaba, aunque al pensar en la disposición del muro y de la casa ya había previsto dejar un espacio para el fuego entre las dos puertas, lo suficientemente apartado como para dejar paso libre y lo suficientemente cerca como para que su calor penetrase en el hogar. Lo que no había previsto es que a Mirón le asustase tanto el fuego; aunque no tardó en acostumbrarse a él.
Durante aquellas semanas de duro trabajo escuché el mar rompiendo con rabia contra el arrecife, y, cuando llegaron las lluvias, presencié cómo Tsuo-Po, gigantesca y endemoniada, regresaba.
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