RELATOS-MARTON 13: JACAYL

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Relato de Xisco Calafat. // Ilustraciones  película “Moana”

Una niña. El cuerpo que, inmóvil, yacía sobre los grandes maderos que flotaban en la caleta y que también formaban parte de aquel naufragio era el de una niña. Cuando me adentré en la ensenada y nadé hasta ella, no se movía, así que supuse que no habría logrado sobrevivir. Sin embargo, al tocarla abrió los ojos.

Temblaba. Su mirada reflejaba el horror que había vivido pocas horas antes y el pánico que sentía entonces, al mirarme. No tengas miedo, le dije, no voy a hacerte daño. Recordé la silueta del navío que había navegado la noche anterior a merced de la tormenta y el color de sus velas, sin comprender qué podía hacer una niña a bordo de un barco pirata como aquél. ¿Acaso era hija de piratas?; o peor: ¿acaso era prisionera de piratas? Traté de calmarme y, sin lograrlo, de calmarla. Tranquila, conmigo estás a salvo, le aseguré sin estar seguro.

 

Pasamos largo rato en silencio. Ella alternaba su mirada entre mis ojos y el océano que se extendía más allá de los límites de la isla. Yo aguardaba, preguntándome si estaría escudriñando el horizonte en busca de su familia o de sus enemigos, implorando por que no fuera lo primero y angustiado por si era lo segundo, y, en cualquier caso, por si alguno de ellos hubiera logrado sobrevivir al naufragio y la estuviera ya buscando. Y, de súbito, acompañado del chasquido que la hojarasca produjo al ser pisoteada, Mirón apareció de entre unas matas y nos dio un susto de muerte. No temas, dije, todavía sobresaltado; es amigo mío, se llama Mirón. Ella lo observó con el ceño fruncido, y, al cabo, sonrió. Me llamo Jacayl, concedió al fin.

Algo más tranquila me contó que había caído por la borda del barco que llevaba días huyendo del navío que yo había visto en lontananza, y que, para mi tranquilidad, no era un barco pirata, sino que pertenecía a la Armada Real. Aquello era totalmente nuevo para mí, así que mi expresión al oír tan increíble relato debió ser no menos que de asombro. Reyes y navíos, soldados y cañones. Al parecer, la niña aseguraba haber estado navegando a bordo de uno de los barcos de la flota de Åkhatan. Yo ni siquiera sabía qué significaba aquello, pero me estaba fascinando la historia y, tras semanas confinado en la isla sin escuchar más voces que la mía, me sentí excitado por la narración; aunque admito que una sombra de duda se cernió sobre mis pensamientos. Fugazmente, volví a temer que Jacayl, si es que aquel era su auténtico nombre, fuera en realidad hija de piratas. Me pregunté si no me estarían tendiendo una trampa. No obstante, sus ojos decían la verdad. Le dije que yo tan sólo había avistado el buque de negras velas, ese al que tomaba por pirata, y ella me respondió que negros eran los velámenes de ambas embarcaciones, pero que eso no indicaba la presencia de piratas, sino de la flota del Emperador de Khabuthan, quien, por cierto, no viajaba a bordo de ninguna de esas dos naves. Ahora ya sí que estaba completamente hecho un lío, y así se lo expresé; ella asintió y sonrió con tristeza. Es una larga historia, zanjó, y volvió a centrar su mirada en los maderos sobre los que había llegado flotando, seguramente recordando el barco en el que sí viajaba su madre y que la tormenta había hundido.

O eso fue lo que creímos.

De pronto, sus ojos se agrandaron y su expresión cambió; algo había llamado su atención. Se levantó como un resorte y salió corriendo hacia el agua. Los restos del barcoflotaban cerca de la orilla, en una zona muy poco profunda. Cuando me acerqué para ver qué ocurría, se giró hacia mí y, con un brillo que hasta entonces no había visto en su mirada, gritó: ¡no es la goleta!

Tardé en reaccionar. Mientras yo trataba de comprender, ella se apresuraba a desenredar la maraña de cabos, maderas y velas sobre las que había llegado flotando y que le habían salvado la vida, a la vez que aseguraba con entusiasmo que no pertenecían a la goleta en la que su madre iba a bordo, sino al otro navío: la corbeta. Estaba segura, me dijo, pues la corbeta aparejaba velas cuadras como la que ya desplegaba sobre el agua, mientras que la goleta sólo vestía velas de cuchillo.

Al filo del acantilado, Jacayl se detuvo un instante a contemplar los vestigios del velero hundido y yo me detuve a observar a esa cría de siete años que, siendo tan pequeña, demostraba tanta sabiduría y tantas aventuras parecía haber vivido. Me apenaba su historia, pero me sentía feliz de estar junto a ella, y pensé que aquella era la niña más valiente que había conocido. Bajamos. Por suerte no hubo cuerpos; ni dudas: los restos que encontramos esparcidos por las rocas señalaban a la corbeta como a la víctima del naufragio. Y, al gritar que divisaba un barco en lontananza, me sentí eufórico, convencido de que se trataba de la goleta, que había logrado sobrevivir y que acudía en nuestro auxilio. Sin embargo, a medida que se fue acercando a la isla, comprobamos con horror que negras no eran sus velas, sino que navegaba impulsado por el oscuro color sangre con el que las habían teñido.

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