15 Feb RELATO: “UN DÍA EN LA PLAYA”
Texto por Abel Quirós / Foto portada Pixabay
Hoy es martes, nada más, no es un día especial, sólo otro martes más. Hoy no tengo trabajo, y mi hijo está con su madre, lo que significa que tengo tiempo para mi. Así que decido ir a la playa a hacer surf. Eso sí, sólo después del ritual de mirar en internet páginas y cámaras Web, donde, los que no tenemos la suerte de vivir en la costa, tenemos toda la información de como estará la mar.
Cargo mi tabla creada por el “shaper” Hiucif Rahim, al que conozco desde hace tiempo, un gran profesional, una magnífica persona y con una sonrisa en la cara siempre que lo visito. Es una tabla que lleva conmigo ya unos años, y que por una cosa u otra, aún sigo aguantando. Cojo también mi traje de neopreno, con el cual tengo una relación de amor-odio. Me quita frío, si, pero donde esté surfear en bañador… Y por supuesto, no se me olvida la toalla, estampada de mil colores, y una botella con agua del grifo, para aclararme un poco al salir del agua, porque a las playas donde acostumbro a ir, no suelen funcionar las duchas o directamente, no hay.
Con todo ello me dirijo a mi coche, y haciendo malabares, consigo meterlo todo. Es un coche pequeño, de ciudad que llaman, y cada vez que quiero hacer un viaje o simplemente cargar mi equipo de trabajo, es como jugar a una partida de aquel videojuego ochentero que tanto nos fascinó, el tetris. Recuerdo como quería encajar las piezas en la línea y si no lo conseguía, como se acumulaba todo hasta el techo. Pues en mi coche pasa lo mismo, y es muy frustrante cuando no lo consigo, como en el juego.
Paso un rato jugando la partida de rigor, no mucho tiempo, ya que tengo exactamente cogida la posición de cada cosa que llevo a la playa, y sé exactamente como colocarla para pasar de nivel. Ahora si, por fin arranco y me dirijo a mi playa favorita. Me lleva unos 40 minutos de coche, que se pueden dividir en 3 fases. Una inicial, que es la salida de la ciudad, viendo todos los conductores estresados como se apelotonan y como compiten para ver quien será el primero en llegar al siguiente semáforo. La autopista, que dependiendo de la hora puede ser como estar en una película de Mad Max, o en Paseando a Miss Daisy. Y por fin la última, para mi, la más divertida e inquietante, cuando ya estás a punto de llegar a la playa y el camino discurre por carreteras comarcales, estrechas, cerca de la mar, entre pueblecitos y árboles. En este punto, los que venimos del interior, ya empezamos a notar el olor a mar, un olor que hace que la mente vuele y te transporte por todos los pueblos costeros donde has estado y que te lleva a imaginarte qué olas habrá en la playa. Te imaginas también cogiendo la ola de tu vida y disfrutando tu gran día. Lo malo de esta fase es cuando llegas al E.D.A.R., estación depuradora de aguas residuales, y es ahí donde se rompe toda la magia, porque el olor te devuelve a la realidad.
Cuando por fin llego, paro donde paramos todos, en un pequeño mirador al pie de la carretera, desde donde se divisa toda la playa. Tiene unos dos kilómetros de largo, con dunas, bosque y un pequeño bar en el centro, de los de pueblo de toda vida, nada pretencioso, donde sus clientes habituales juegan, puntualmente, su partida de domino en su mesa de siempre, y en el que hacen unos bocadillos de calamares geniales. En ese mirador, los más extrovertidos comentan la situación, cual reporteros deportivos, llenando la conversación de cifras y datos climatológicos, que a no ser que lleves en esto un tiempo, parece que te está hablando un ingeniero meteorológico, lo cual, ni si quiera sé si existe. Después de escuchar la frase más típica de este deporte, “hace un rato estaba muchísimo mejor”, decido, por fin, en que parte de la playa voy a entrar. Lleno de alegría, emoción y entusiasmo, porque no decirlo, arranco mi coche, y voy rápidamente al aparcamiento, en el cual vuelvo a jugar mi partida de tetris, pero esta vez a la inversa, desmonto todo y saco lo necesario para el baño. Aquí sólo hay un pensamiento positivo por ver lo que voy a poder hacer hoy, mientras me pongo el traje que tanto odio, pero que me hará aguantar más tiempo dentro del agua sin entrar en hipotermia. Posteriormente llega el momento de dar cera a mi tabla, así que saco la pastilla y embadurno bien toda la parte central. Tiene que estar en su justa medida de cera, perfecta
para que no resbale, pero también perfecta para poder corregir el pie si hiciera falta.
Ya con todo preparado, me dirijo a la orilla, y de la que voy llegando, empiezo a recordar porque me encanta este deporte, y porque no me gusta cuando hay mucha gente en la playa. Mi ritmo se empieza a ralentizar y comienzo a observar a todos los que están en la orilla preparándose
para entrar. Los hay que están empezando, y dejando sus tablas tiradas en el suelo, se levantan una y otra vez creando lo que ahora llaman “memoria muscular”, pero sin darse cuenta que la mar es un fluido y no está quieta. También los que acaban de salir del agua y comentan con los que van a
entrar, como hace un rato estuvo muchísimo mejor. Luego están los que estiran tranquilamente, y ahora, cada vez más, los jóvenes que vienen a entrenar a la playa, porque algún día serán el próximo Kelly Slater. Estos últimos me tienen hipnotizado, ya que necesitan unos cuantos metros cuadrados para calentar. Comienzan con los movimientos pertinentes de articulaciones, y luego siguen con una especie de danza contemporánea, a la que llamo “el baile de la ola”: cierran los ojos, abren sus brazos, y comienzan a moverse como si estuvieran en la ola, realizando cambios de sentido bruscos, giros de cuello y espalda, movimientos de pies como si de una bici derrapando se tratase, guiados por pasos cortos pero fuertemente dados, y así durante unos largos minutos. Hasta que por fin paran, miran la mar y se adentran de una carrera, porque ya se sabe que, antes siempre estaba mejor.
Yo, por otra parte, por fin en la orilla y después de haber estado fijándome en esos rituales, como si en una obra de teatro estuviera, miro al frente, y dejo que la bruma y el salitre acaricie la poca parte de mi piel que el traje deja al descubierto. Cierro los ojos y recuerdo mis inicios, las horas de coche buscando playas, las risas con los amigos, las olas que compartí, y como ha
cambiando el mundo. Agarro mi tabla fuerte, meto un pie dentro de la mar y creo que este puede ser un gran día.
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