30 Mar NOSOTROS, EL AGUA Y LA GRAN PENA.
La relación de los seres humanos con el agua sin duda es profunda y antigua. Pensar en ella nos remonta a nuestro verdadero origen, hace millones de años, donde nuestra esencia cromosómica es común a la del resto de la vida de este planeta.
Muchas religiones y artes de sanación utilizan el poder que despierta en nosotros. Desde bautismos a fuentes sagradas, el agua representa algo instintivo que tiene que ver con la emoción e incluso la fe. Todos sabemos de un modo interno que en el fondo somos fundamentalmente agua y, a través de este autoconocimiento, incluso reconocemos el poder que sobre nuestro comportamiento tienen la luna y las mareas. Llegamos incluso a adivinar que nuestro agua recibe y plasma cosas que están en el ambiente: energía que proyectamos, vibraciones musicales… “Nadie puede negar el estado de paz que te proporciona un buen baño de surf, flotar en el océano, sentirnos parte de él, fundir nuestro agua en ese “agua original”.
Bajo-el-agua-National-Geographic
Casi podría asegurar que algunos humanos desearíamos tener una relación con ella próxima a la de los cetáceos, y es extraño que este sentimiento no lo compartamos con ninguno de nuestros hermanos más cercanos, los grandes simios.
Así hechos constatados como que poseamos el reflejo de inmersión mamífero, el gran tamaño de nuestro cerebro o la increíble evolución de nuestro neocórtex sugieren extrañas teorías que hablan de que quizá durante un periodo fuimos acuáticos o semi-acuáticos.
Nunca os habéis preguntado ¿por qué el principio de nuestra vida, durante 9 meses y tras millones de años de evolución, aún se desarrolla en un medio totalmente acuático?
Todos estos pensamientos me animan a plantearme preguntas interesantes como:
¿En qué momento nos aventuramos de nuevo a la mar, arriesgándonos a perder de vista la tierra firme? ¿Qué extraño influjo o sentimiento de vuelta nos atrajo otra vez a cruzar los océanos?
Pienso que quizá nunca perdimos nuestra primera relación con el agua, y acudimos de nuevo a ella por comida, por afinidad, porque la reconocimos como nuestro hogar.
¿Qué antiguos pueblos sin nombre fueron los precursores en explorar el vasto océano? ¿Cuándo y cómo volvimos a aprender a nadar? Quizá nunca lo llegamos a olvidar…
¿Por qué y cómo dimos el paso a las primeras y rudimentarias embarcaciones? ¿Cuando comenzamos a jugar con las olas?
¿Cuán fuerte es aún nuestra simbiosis y como llegamos a sentir, más que a comprender, qué debemos hacer para surfear las olas?
¿Cómo serían aquellas experiencias originales, sigue siendo nuestra primera ola comparable a aquellas?
Pero, sobre todo, cuán grande ha sido siempre el amor de los hombres y mujeres por el mar y que especial es, si nos paramos a pensarlo o a sentirlo, nuestra relación con el único gran océano que cubre la mayor parte de nuestra única casa, el planeta tierra.
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…Llegados a este punto, sin duda, no necesitáis que os hable de la gran pena. Casi es mejor no nombrarla y centrarnos en ese sentimiento de pertenencia al agua, al mar… pero, aunque lo intento, me es imposible cerrar los ojos y el pecho a ella. Me persigue cada día y me atormenta. Por eso, hago lo que hago y escribo estas letras.
Me pregunto ¿por qué los demás no la sienten? Y, si la sienten, ¿cómo hacen para sobrellevarla? Porque es tan grande que mueve a canciones y poemas, pero no parece que vaya a marchar mientras duren nuestras vidas y, quizá crezca tanto, que ya ningún hombre o mujer pueda dejar de sentirla.
Ojalá no llegue a ser tan grande como el inmenso océano. Ojalá llegue a desaparecer, tanta pena…
Foto portada: José Fortes FOTÓGRAFO
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